Seguridad
Hago una foto a una caja de seguridad de un banco,
y luego, revelada,
la guardo en otra caja de seguridad de otro banco,
que fotografío,
para luego guardarla, revelada y segura,
en otro banco, en otra caja de seguridad,
que, a continuación, fotografío,
y rápido guardo en otra caja de seguridad,
que sin demora paso a fotografiar,
y guardo,
a buen recaudo,
en otra caja de seguridad.
Hago fotos de nuestros más sofisticados sistemas de seguridad,
y las guardo
en estos sarcófagos que las protegerán,
y quizá pensando en faraones,
y en tiempo,
y en tormentas de arena,
y en más y más tiempo,
y en la calma callada oculta varios metros bajo el desierto,
giro la llave y las encierro
en una oscuridad total,
en una seguridad absoluta.
Y me alejo
por los pasillos mullidos,
silenciosos, enmoquetados,
y voy cruzando puertas
que se van cerrando tras de mí,
avanzo tan feliz como un pajarillo
en la primavera temprana,
las puertas se cierran una tras otra
allí, en el gran estómago de la ballena,
el centro mismo de la seguridad,
el centro enmoquetado del gran sueño bancario,
la madre, la matriz, el útero, la gran ballena,
sí, allí, de donde salgo con una nueva foto,
que, a continuación, revelo,
para entonces marchar rápido
a dejarla bien protegida
en el sarcófago
de la siguiente caja de seguridad.
Pronto, cada vez menos queda,
todas nuestras cajas de seguridad,
todas las cajas de seguridad del mundo,
guardarán, tan solo,
y nada más, y nada menos,
las fotos de todas las otras cajas de seguridad
del mundo.
Solo de eso, y de nada más que de eso,
estarán ya llenas,
nada más nos quedará, nada más podremos guardar,
fotos que nos dirán quienes somos:
queridos guardianes de la nada,
guardándonos a nosotros mismos,
guardándonos en nuestra muy humana necesidad de seguridad,
cuando, al contrario, nada apreciaríamos más
que nuestro muy humano arrojo,
que nuestro muy humano desprendimiento,
que nuestro muy humano levitar
desde la nada y hacia la nada.
Solo estas tristes fotos nos quedarán,
transformadas en felices pajarillos
escapando ahora por los muy metálicos resquicios,
por entre los muy metálicos dedos,
mientras, girando como espantapájaros,
damos inútiles manotazos
a los bellos colibrís que se alejan,
ya para siempre,
volando leves,
abandonando los metales, las moquetas, las llaves,
y dejando olvidada,
y cada vez más atrás,
nuestra tan humana
necesidad
de seguridad.