Otra historia de fantasmas
Estoy sentado en mi casa, leyendo, o con los pies en alto mirando al techo. Pienso en todos los que han vivido aquí, en este mismo espacio, todos los que se han movido, han dado a luz, han recogido las toallas, las han colocado en su sitio, han cagado, han follado, han dormido. Todos hemos compartido este espacio. A todos convoco ahora, o quizá son ellos solos, que les gusta la idea, pero aquí están, aquí aparecen y estamos todos juntos en este espacio nuestro y nos movemos, vivimos a la vez, y nuestros cuerpos se solapan levemente cuando nos cruzamos, estamos un momento unos dentro de otros, pero seguimos doblando las toallas, mirando al techo, dando a luz, limpiando el lavabo, seguimos
y nos asomamos a la ventana y en la calle algo parecido está pasando y allí que vamos, todos los que alguna vez pasamos por estas calles, por estos caminos, estamos pasando justo ahora, y sí, nos solapamos, estamos unos momentos unos dentro de otros, y somos una multitud solapada, somos miles y miles y nos gritamos nos queremos nos tocamos y seguimos
Un mojón gordote de Susana Díaz
Al principio,
cuándo y dónde quiera que esto empezase,
le pregunté a una bella chica
con la que por entonces me juntaba:
¿por qué, a cambio de qué,
te comerías un mojón gordote de Susana Díaz?
no, me dijo, no, por nada,
por absolutamente nada,
yo nunca haría eso,
no, yo nunca, jamás haría eso.
No quiso verme más, y añadió:
¿Qué clase de mente enferma,
qué clase de vida tan vacía
puede generar preguntas como esas?
Asentí
y me fui.
Con unos amigos, en una cena,
esperé a los postres.
Pregunté, ¿por qué, a cambio de qué,
os comerías un mojón gordote de Susana Díaz?
Hablaron de horror, de asco, de desagrado.
Pero vi que, al fin,
uno de ellos parecía madurar una respuesta.
Dijo, ¿pero qué clase de mente enferma podría pensar algo así?
Es peligroso llevar una vida tan vacía,
vacía de cualquier sentido,
vacía como la tuya.
Vale, vale, ya asentía y ya me iba,
cuando, sin embargo, y tras esa introducción, se retrepó en su asiento
y dijo: la paz mundial,
¿la paz mundial? preguntaron los otros.
Sí, lo haría por la paz mundial,
me comería un mojón gordote de Susana Díaz
a cambio de la paz mundial.
Su frase quedó en el aire,
y todos parecieron aprobar,
serena y fraternalmente,
sus palabras y
su innegable, mayúsculo sacrificio.
Algo nuevo me rondaba la mollera.
Hay algo más, dije:
todo el mundo sabría que lo has hecho,
creo que es importante.
Se levantó, enfadado,
y muy poco pacífico:
¡¿Qué coño estás diciendo ahora?!, gritó.
Estoy diciendo que no es lo mismo comerte
un mojón gordote de Susana Díaz
y que nadie lo sepa,
a comerte ese mismo mojón gordote de Susana Díaz,
y que todo, absolutamente todo el mundo,
lo sepa.
Que te señalen:
Sí, ese tío nos ha traído la paz mundial,
que buen tío,
pero ostia, ostia, se ha comido
un mojón gordote
de Susana Díaz.
A mí me pareció un matiz importante,
pero unánimemente, y a la de tres,
me rogaron que me fuera de allí,
y ya nunca más
me han invitado
a sus cenas.
Poco tiempo después yo y mi vacía vida
nos encontramos pegando la hebra,
con unos desconocidos, en un tren,
parecían gente abierta, curiosa y tolerante.
Les dije, perdonad que os haga una pregunta.
Y la hice.
Ostia, es que te puedes morir,
hasta morirte puedes, joder;
dijo encendido y medio molesto, uno de ellos,
una chica se reía, sin embargo,
y opinaba que seguro que la alimentación de Susana Díaz
era rica, compleja, nutritiva,
tal vez lo fueran, también,
sus heces.
Otro dijo: a mí me hace pensar
en pucheros, rotundos pucheros andaluces,
y tostadas con montañas de manteca colorá,
comida que, al amparo de los ambientes climatizados,
en los consejos del partido,
en el tintado coche oficial,
o en su mullido asiento
de la tribuna de oradores,
se irá transformando,
a través de un más que correcto recorrido
por el tracto intestinal,
en el tremendo y brillante,
ligeramente blandito, quizás, por dentro,
mojón gordote de Susana Díaz
del que veníamos hablando.
Entendí que me entendía, que se interesaba,
y que algo más en claro podríamos sacar del asunto,
pero justo el tren paraba y él se levantaba,
y se marchaba con una sonrisa,
sin aclararnos a cambio de qué,
a cambio de qué este simpático viajero
se comería un mojón gordote de Susana Díaz.
Desde el andén aún tuvo un momento
para, con un gesto, llamar mi atención,
y para mirarme con un mirada
que me señalaba, y que decía:
sí, pero qué vacía,
pero qué jodidamente vacía vida llevas,
y el tren continuó su marcha,
mientras yo hacía un gesto
de quizá, o de sin duda,
o de qué se yo,
con los hombros.
Llegué y me bajé
cuándo y dónde quiera que fuese el destino
que aquel tren llevase,
quizá ese fuese también el mío, mi destino,
y aquello no fuese si no otra nueva parada
en el inútil, estéril, y muy vacío,
camino de mi vida,
el caso es que, al poco, me vi sentado
junto a otros compañeros de mesa y de vino,
y lo pasábamos bien,
hubo mejillas coloradas, e incluso abrazos,
semillas de amistad entre compañeros de bar,
y de siempre he pensado que aquello es lo mío,
que esa es mi patria, que a nada más pertenezco,
y que ese, y no otro, ha de estar escrito,
si es que lo tengo,
como mi destino.
Así, me pareció lógico preguntar,
y conocer su opinión.
Y lo hice, y luego hubo un muy largo silencio.
Seguimos bebiendo,
hasta que uno, de cara tostada por el sol
y ojos casi transparentes,
miró hacia fuera, hacia la puerta y la claridad,
la mirada especialmente perdida,
y eso que las gentes de los bares
somos especialistas en miradas perdidas,
miraba como si su mirada cansada
mirase al universo entero.
Entonces volvió y la recogió completa, y de una vez,
de vuelta a sus ojos,
como un camaleón que recoge su lengua,
y miró entonces directamente a los míos,
me dijo,
¿sabes? los peligros de llevar una vida demasiado vacía
se manifiestan en cosas como esa.
Un poco cansado ya, le dije
sí, eso ya me lo sé,
créeme, ya lo he oído antes,
pero no es eso lo que te he preguntado,
eso ya me lo sé,
pero no es eso lo que te he preguntado.
Bebió y dijo, es verdad,
bebió un poco más, y dijo,
yo solo puedo hablarte del infierno de vida que llevo,
que no duermo, me levanto de noche,
que el día lo paso moviendo las manos,
haciendo con ellas cosas que no entiendo,
cosas que igual tienen sentido para otro,
pero desde luego no para mí,
las miro allí, abajo, y me parecen las manos de otro,
quizá haya unas manos dentro de las mías,
dirigiéndolas
como una marioneta,
miró otra vez al universo entero
y bebió, y dijo,
joder, me he hecho viejo,
y solo puedo decirte que esta,
justo esta, es mi vida,
y ¿sabes? estas, estas son mis manos,
y si hay unas manos moviéndose dentro de las mías
pues también esas son mías,
y si dentro de esas hay otras manos,
cada vez más pequeñas,
pues vale, todas y cada una de ellas son mías,
todas mías, todas son mis manos,
y ahora las voy a usar
para brindar por ello,
y dijo, qué me importa a mí
comerme una nueva mierda,
comerme un mojón gordote de Susana Díaz,
saborearé, al fin, el poder,
¿a cambio de qué?
a cambio de casi nada,
a cambio de verme las manos
y saber y creerme que son mías
que se mueven por algo,
y que soy yo quien las mueve.
Llenó nuestro vasos vacíos
con esas manos absolutamente suyas,
y, alzando el vino,
brindó:
por el mojón gordote de Susana Díaz
y todo lo que haya de traer,
y sí, allí, todos a una, compañeros de bar,
brindamos por el mojón gordote de Susana Díaz
y todo lo que haya de traer,
y a continuación dejamos nuestras miradas perderse,
por las esquinas del bar,
por las esquinas del universo entero.
Y ahora yo también brindo con vosotros,
por todas y cada una de vuestras razones
para comeros todos y cada uno
de los mojones gordotes de Susana Díaz
que en el mundo sean.
Cuándo y dónde quiera que todo esto empezara,
cuándo y dónde quiera que los trenes nos lleven,
aquí, ahora, nos encontramos,
y sí, vale, se pone uno de rodillas,
clama a los cielos,
vomita, se lava los dientes,
y vomita otra vez,
pero ahí está la vida,
ahí está uno de vuelta a la vida, a pesar de todo,
sin saber porqué, cómo o para qué,
pero ahí está uno
de vuelta en la vida.
Porque eres un muchacho excelente
Tras diez primeros años
sin que ni uno solo de sus deseos
ni remotamente, se cumpliese,
más bien todo lo contrario,
en su onceavo cumpleaños decidió
soplar las velas
y desear
justo lo contrario
de lo que realmente
deseaba.
Tampoco entonces,
tampoco así,
consiguió que ni uno solo de sus deseos,
ni remotamente, se cumpliese.
Así que tras otros diez años,
en su veintiún cumpleaños
decidió soplar las velas
y desear justo, y plena, y abiertamente,
lo que deseaba.
Qué decir,
que ni remotamente,
tampoco así, consiguió
lo que buscaba.
Una novia, entonces, le vio preocupado
y trató de ayudarlo, le dijo,
igual, cariño, es que eliges tus deseos fatal,
rematadamente mal,
igual es que los eliges muy, muy mal.
Así que decidió volver a cambiar de estrategia
con las dichosas velas,
y no desear lo que realmente deseaba,
sino que sus deseos fueron cuidadosamente pulidos,
seleccionados de entre un surtido de los sugeridos
por su novia, sus amigos, papá, mamá;
por avezados cazadores de tendencias,
y por diversos editores de revistas nacionales;
en general gentes al día,
gentes que parecían saberlo todo
sobre la correcta elección de los deseos;
un buen equipo que lo ayudaba y lo orientaba
en su elección.
Y les dio tiempo, otros diez años,
pero qué decir,
que tampoco así las cosas funcionaron,
no, más bien todo lo contrario.
Y esto es ya una vida entera soplando,
celebrando años
uno tras otro.
Cien mil velas
y todos estos deseos
de los que ya ni se acuerda,
¿que fue lo que yo quería,
qué fue lo que yo quise?
solo sabe que no se cumplieron,
ni remotamente,
jamás.
En su cuarenta y un cumpleaños
decidió,
con un oriental, desprendido y casi budista gesto,
que las velas se las apañaran,
y se apagaran solas,
solas ellas, al alcanzar, abandonadas, la tarta:
mirad, esto es todo, mirad,
así es como se apagan las velas, remolonas,
como si dudaran un instante,
sí, quizá un instante de duda,
cuando llegan a la tarta.
Naturalmente,
y eso que decidió
darles un tiempo,
diez años de velas a su aire,
tampoco, tampoco así
consiguió que sus deseos
se cumplieran.
No, ni remotamente,
tampoco así.
Pero mira, déjame que te lo diga,
ya va siendo hora de que te lo diga:
eres un muchacho excelente,
esa es la verdad,
así que asómate a la ventana
este es tu regalo,
te va a encantar lo que vas a ver,
sí, almacenes, son almacenes blancos,
en línea, hacia el horizonte, eso es lo que ves:
en uno, en el primero, están todas esas velas,
todas las velas de una vida,
en una parte apiladas todas las que, esfumadas, ya se han ido,
en otra parte bien guardadas las que están aún por venir,
son espacios grandes, limpios, bien ordenados,
mira por la ventana, si te asomas
podrás ver otros almacenes,
grandes y extrañamente familiares,
uno que guarda todo el aire que salió de tus pulmones,
otro, más allá, contiene todo el que aún habrá de salir,
ese otro todas las danzas de las pequeñas llamitas,
en aquel se almacenan todas nuestras risas,
un poco más allá, en aquel otro,
casi ni se ve, nuestras lágrimas,
en ese de allí nuestro estar juntos, en aquel otro nuestro separarnos,
nuestro celebrar, nuestro lamentar,
cada uno,
cada cosa,
en su almacén.
Eres un muchacho excelente,
esa es la verdad,
así que vente cuando quieras,
ahí están tus regalos
puedes verlos ahí, enfrente,
por la ventana, extrañamente familiares,
asómate,
porque eres un muchacho excelente y siempre lo serás.
Y siempre lo serás,
y siempre lo serás.
Tres ángeles
Los tres cuerpos congelados
aparecieron al entrar la primavera,
se escuchaban los pájaros,
y los verdes nuevos, hermosos,
se dibujaban como puntos
pegados a las ramas,
fue entonces
que nos entregaron
estos tres bellos cuerpos,
fina, profunda y completamente congelados.
¿Cómo descongelamos aquí los cuerpos de los muertos?
Igual que lo harías tú,
igual que lo haces en casa,
les damos su tiempo, dejamos que el calor,
y el tiempo, vayan haciendo su trabajo.
Caen gotas,
hay cubos que colocar.
Sobre las asépticas losetas blancas
se forman pequeños riachuelos, fríos y saltarines,
hechos del agua misma que vino de arriba, de la montaña,
que se aleja corriendo,
ahora contenta y viva,
de los cuerpos de los muertos.
Aquí es donde se descongelan los cuerpos congelados
y yo soy el encargado de acompañarlos,
todas esas horas, todo ese proceso.
Tomo notas, miro, vigilo.
Tengo una silla, una lámpara,
cubos y ropa de abrigo.
Paso aquí muchas horas,
días y noches,
y claro, a veces pienso, o imagino, o deseo,
que mis fríos amigos abren los ojos,
mueven los brazos,
hacen un esfuerzo, rompen el hielo
que aún les rodea los labios,
y casi esbozan una sonrisa.
Estos tres de aquí,
dos mujeres y un hombre,
son bellísimos.
Su belleza es angelical,
es fácil imaginar esas caras
desapareciendo, poco a poco,
bajo nuevos y leves velos de hielo superpuesto,
hasta ser tapados
del todo
por la densidad blanca,
o repasar ese mismo proceso, pero en sentido inverso,
hacia atrás,
y ver como esos velos, uno tras otro,
se desvelan,
deshaciendo en agua
la dureza del hielo,
y trayéndonos de nuevo
sus caras,
y sí, su belleza es angelical,
tres cuerpos congelados,
tres cuerpos angelados,
así se descongela un ángel,
y aquí, así, estoy yo esta noche,
rodeado de ángeles congelados,
velando su dormir,
imaginando su despertar.
Tres ángeles
que vienen de algún sitio
diferente, misterioso y distante,
y están de vuelta
con una buena nueva
asomando tras el hielo de los labios.
Me he dormido,
y es el frío lo que de golpe me despierta,
o quizá sea el sonido de las plumas,
el chasquido animal de las grandes alas
desplegándose de nuevo,
y justo me da tiempo a levantarme
mientras se alejan desde la ventana,
y los sigo con la mirada,
y me asomo,
y ya no los veo,
y aquí junto a mí ya no hay tres cuerpos,
solo hay una lámpara, una silla y un frío atroz,
y tres cubos llenos de agua casi helada,
y son la huella, y son mi prueba,
y aquí ante vosotros la traigo,
y está diciendo,
que eran ángeles,
que eran tres ángeles,
y este agua es el zumo, el resto,
lo que queda de cómo se descongeló un ángel;
miradla, parece solo agua, agua fría,
pero creedme,
este agua antes fue hielo,
y rodeaba y abrazaba a cada uno de estos tres ángeles
que al entrar la primavera,
me trajeron congelados,
aquí están estos cubos, este agua
que lo demuestra,
eran tres ángeles
y así,
aquí,
es como se descongela un ángel.
Seguridad
Hago una foto a una caja de seguridad de un banco,
y luego, revelada,
la guardo en otra caja de seguridad de otro banco,
que fotografío,
para luego guardarla, revelada y segura,
en otro banco, en otra caja de seguridad,
que, a continuación, fotografío,
y rápido guardo en otra caja de seguridad,
que sin demora paso a fotografiar,
y guardo,
a buen recaudo,
en otra caja de seguridad.
Hago fotos de nuestros más sofisticados sistemas de seguridad,
y las guardo
en estos sarcófagos que las protegerán,
y quizá pensando en faraones,
y en tiempo,
y en tormentas de arena,
y en más y más tiempo,
y en la calma callada oculta varios metros bajo el desierto,
giro la llave y las encierro
en una oscuridad total,
en una seguridad absoluta.
Y me alejo
por los pasillos mullidos,
silenciosos, enmoquetados,
y voy cruzando puertas
que se van cerrando tras de mí,
avanzo tan feliz como un pajarillo
en la primavera temprana,
las puertas se cierran una tras otra
allí, en el gran estómago de la ballena,
el centro mismo de la seguridad,
el centro enmoquetado del gran sueño bancario,
la madre, la matriz, el útero, la gran ballena,
sí, allí, de donde salgo con una nueva foto,
que, a continuación, revelo,
para entonces marchar rápido
a dejarla bien protegida
en el sarcófago
de la siguiente caja de seguridad.
Pronto, cada vez menos queda,
todas nuestras cajas de seguridad,
todas las cajas de seguridad del mundo,
guardarán, tan solo,
y nada más, y nada menos,
las fotos de todas las otras cajas de seguridad
del mundo.
Solo de eso, y de nada más que de eso,
estarán ya llenas,
nada más nos quedará, nada más podremos guardar,
fotos que nos dirán quienes somos:
queridos guardianes de la nada,
guardándonos a nosotros mismos,
guardándonos en nuestra muy humana necesidad de seguridad,
cuando, al contrario, nada apreciaríamos más
que nuestro muy humano arrojo,
que nuestro muy humano desprendimiento,
que nuestro muy humano levitar
desde la nada y hacia la nada.
Solo estas tristes fotos nos quedarán,
transformadas en felices pajarillos
escapando ahora por los muy metálicos resquicios,
por entre los muy metálicos dedos,
mientras, girando como espantapájaros,
damos inútiles manotazos
a los bellos colibrís que se alejan,
ya para siempre,
volando leves,
abandonando los metales, las moquetas, las llaves,
y dejando olvidada,
y cada vez más atrás,
nuestra tan humana
necesidad
de seguridad.
Matamoscas #2
(Una historia general de la destrucción #2)
Echó a andar
imaginando que puntos de mira
lo apuntaban a la columna vertebral,
al pecho,
al centro de la frente.
Al principio se palmoteaba el cuerpo
como si fueran moscas molestas
que no lograba quitarse de encima.
Y no, no lo lograba,
seguían, todavía, allí.
Y siguió andando,
sospechando y medio adivinando
a los francotiradores apostados,
realmente muy bien ocultos,
en nuestros más altos edificios,
sus graciosas manos
con puntería y sin culpa.
Molestas moscas que no se le quitaban de encima.
Al poco ya no podía andar
sin la certeza de los ojos de los especialistas,
allí, arriba, puestos sobre él
uno bien apretado, el otro bien abierto,
a través de las muy precisas mirillas,
atentos a cada uno de sus movimientos,
y no, no son moscas,
ya puedes correr,
bailar, saltar, tirarte al río,
que no, que no son moscas,
y no se van a marchar.
¿Pero cómo puedes vivir así?
preguntan los que aún no imaginan
a los especialistas, arriba,
los que al echar a andar no saben
que tienen unos muy entrenados ojos,
puestos, con frialdad profesional,
sobre ellos,
¿cómo puedes vivir así?
preguntan, preguntáis,
y nosotros, los que en cuanto echamos a andar
bien que lo sabemos,
decimos ¿cómo podríamos no vivir así,
qué otra cosa íbamos a hacer
si no, directamente ya,
posar para sus miradas?
sí, posar,
posar igual que cuando aprendimos a hacerlo para las fotos,
y todo el tiempo
desfilábamos sonrientes,
¿os acordáis?
sí, igual ahora, posar,
porque no, no son moscas,
ya lo sabéis, no son moscas,
ya lo sabéis,
son las miradas decisorias, y muy profesionales,
de nuestros posibles verdugos,
nuestros inseparables compañeros,
que ni un poco nos aman,
y ni un nada nos odian,
¿cómo no vivir así,
posando,
ante los puntos rojos que, como tatuajes,
a todas horas nos acompañan,
sobre la columna vertebral,
sobre el pecho,
sobre el centro de la frente?
¿Cuándo?, preguntan ahora,
ligeramente inquietos, mirando hacia lo alto,
¿cuándo?, nadie lo sabe,
pero también ellos, aquellos, allí arriba,
igual que cuando lo de las fotos,
apretarán el clic,
como quien mata a una mosca,
y capturarán el instante,
¿os acordáis,
os acordáis cuando el tiempo entero se convirtió
en una sucesión de instantes,
en nada más que instantes cosidos
que colgaban como un collar
de nuestro cuello?
Esto es como aquello, un instante capturado,
y tú y tus instantes acabaréis en el suelo,
desparramados por el suelo
como las cuentas de un collar,
¿cuándo?, nadie lo sabe,
así que sonríe,
o, si es tu decisión,
enséñales el dedo, el dedo de en medio,
bien extendido,
sí, el dedo corazón, muéstraselo a las alturas,
si es tu decisión,
si es tu decisión únete a nosotros,
porque mira, estamos parados en la acera,
somos los de las moscas y los instantes desparramados,
y estamos aquí, y pueden ver,
a través de sus muy profesionales mirillas,
cómo extendemos nuestros dedos,
los de en medio,
nuestros dedos corazones,
nuestros dedos, corazón,
hacia las alturas,
hacia ellos, para ellos, desde aquí,
todos juntos en la acera,
con nuestros dedos al aire.
Mientras nos miran,
mientras nos apuntan,
a la columna vertebral,
al pecho,
o quizá,
al centro de la frente.
Duralex
Sostenías un plato
entre las manos enjabonadas,
lo levantaste como un trofeo,
mostrándolo arriba,
sobre tu cabeza.
Parecías la triunfadora
de una muy importante competición tenística,
pero sin saltos, sudor o cintas en el pelo,
más bien, desgana, inevitable seguridad y algo de reto,
eso era lo que había en tu cara.
Y ya con el plato destruido contra el suelo,
ni lo miraste,
era a mí a quien mirabas,
algo parecías esperar de mí.
Yo, siempre atento a tus deseos,
aparté la silla, me descalcé lento,
un zapato, luego el otro,
junté con cuidado los cristales rotos
y sobre ellos,
me puse a bailar.
Creo que así,
más o menos,
fue como todo empezó.
Y pronto te estaba pidiendo:
rompe otro plato, amor mío,
pies ¿para qué os quiero?,
si no es para bailar,
descalzo,
sobre sus cristales rotos.
Repites tus gestos,
de triunfadora, pero fría y ausente tenista:
las manos en alto, el deseo, la dejadez y el jabón,
y yo repito los míos,
me levanto como un trofeo
y empiezo a bailar
sobre los cristales rotos.
Tu casa es vieja y acogedora,
tu casa es como siempre quise que fuera mi casa,
había árboles, losetas antiguas,
un fuego, escalones,
libros y más libros,
plantas y macetas,
papeles pintados en las paredes,
madera y cristales de colores,
y una gran alacena
hasta el techo
toda entera llena de platos.
Platos, cuántos platos tienes,
y cuánto, cuánto te gusta verme bailar.
Ahora hace un tiempo que vivo aquí,
dormitando todo el día entre tibias mantas malolientes,
siempre quise vivir en una cueva,
una protectora cueva,
y tu cueva es como siempre quise que fuese mi cueva.
Solo tengo que estar atento
a lo que esperas de mí:
cuando levantas los brazos y los platos caen,
salgo de entre las mantas y el sueño,
y descalzo,
entre tus cristales rotos,
me pongo a bailar.
Platos, cuántos platos tienes,
y cuánto, cuánto te gusta verme bailar.
Adoro tu casa, tu deseo,
lo que de mí esperas,
y tus manos, siempre llenas de jabón,
pero dime una cosa, diosa de las vajillas,
¿cuánto más voy a tener que bailar?
No creo que fuera un plan,
pero juntaste, previsora,
las vajillas de todos tus ancestros,
regalos de cada una de esas bodas
de las que ahora no queda nada
nada más que estos frágiles, asustados,
y ya condenados platos,
mira,
como en un embudo en el árbol genealógico
todos te han llegado a ti,
sí, son muchos platos,
y generosa los arrojas a mis pies,
y bailo descalzo entre loza y cristal,
que ya no me veo los ensangrentados pies,
allí abajo,
allí, bajo la montaña de platos rotos
rendida muestra del legado familiar.
Está bien, pero dime,
ama y diosa del duralex,
tenista imperturbable,
señora de la loza y el cristal,
¿cuánto más tengo que bailar?
Empecé un día, ya os lo dije,
a bailar por amor
y cuánto, realmente,
te gusta verme bailar;
aquí sigo, a ratos ávido,
pero descalzo a perpetuidad,
saltando de mis mantas calientes
a la búsqueda del cristal,
sí, los pies tras ellos se me van,
pero, dime, diosa del duralex,
ama y señora de la loza y el cristal,
¿cuánto más tengo que bailar?
sí, dime ¿cuánto más tengo que bailar?
Donde la manta se acaba
Somos dos miniaturas en una cama,
tú vas vestida de rojo y caminas confiada,
alejándote hacia donde se doblan,
caen y se acaban las mantas,
y te estás acercando ya demasiado al borde,
a los acantilados,
yo, seguro y ausente,
con mi cabecita sobre la enorme almohada,
pienso en casi nada, siempre en otra cosa,
mientras escucho las olas rompiendo
contra las afiladas rocas,
allí, abajo, entre zapatillas,
losetas y alfombra.
Y te acercas y te acercas, y te asomas,
y yo me hago el dormido, miniatura dormida,
y mientras, tú, miniatura,
caes contra los acantilados rota.
Yo, aquí, miniatura, haciéndome el dormido,
y tú, miniatura, abajo, haciéndote la muerta.
Nuestra miniatura de amor
queda en casi nada,
en el desierto de esta inmensa cama,
y es ahora, un poco tarde ya,
que me arrastro hasta el borde,
donde la manta se acaba,
y saco mi pequeña cabeza,
y grito a los acantilados tu nombre,
allí abajo, me asomo,
y solo hay, ya lo imaginaba,
zapatillas gigantes, losetas enormes,
y la mar alfombrada,
también creo ver tu vestido rojo,
diciéndome adiós,
se lo están llevando las aguas,
y con ellas se va,
y nada queda,
ni rastro, solo eso queda,
de nuestra miniatura de amor.
Toda la Galia
Toda la Galia está ocupada.
Ya lo sabemos,
la aldea está tranquila,
uno de ellos cayó, de chico, en una marmita,
al bardo no hay que dejarlo cantar, jamás,
los jabalíes son enormes, asados y muchos,
los romanos están todos locos,
y a la vuelta, con la aventura acabada,
a los chicos les espera un gran banquete
en la viñeta final.
Ya lo sabemos.
Ha sido así durante 60 años y treinta y seis álbumes.
Ya lo sabemos. Todo el mundo lo sabe:
Estamos en el año 50 antes de Jesucristo.
Toda la Galia está ocupada por los romanos…
¿toda?
No.
Las viñetas hablan de comidas,
de viajes y de resistencia.
Pero los romanos hace mucho que se han ido.
En la localidad francesa de Blont-sur-le-mer
hay unas instalaciones de 18.000 metros cuadrados,
no es fácil llegar hasta allí,
los caminos están cerrados y vigilados,
el secreto férreamente guardado,
pocos periodistas o extraños supieron de ello,
la zona, en las fotos de los mapas aéreos,
no es más que una nebulosa falseada.
No lo sabíais,
pero allí, justo allí, es donde vive Astérix,
donde vive Obélix,
y donde viven todos los demás.
El tiempo no parece pasar por ellos:
son idénticos a sí mismos
e idénticos a entonces.
Pero desde luego que pasa,
sí, claro que pasa,
el tiempo siempre pasa,
es lo único que hace, pasar:
hoy ya son ancianos,
ancianos que llevan representando una vida entera,
incansablemente, el mismo papel.
Los maquilladores trabajan día y noche
en el set de Blont-sur-le-mer
para mantener viva la lozanía y la ilusión
en las caras de estos ancianos,
nuestros queridos héroes,
chroma keys y aires acondicionados a perpetuidad,
entre colorines y decorados,
los siquiatras jamás descansan,
las pastillas se diluyen en las falsas cervezas,
en la omnipresente poción mágica,
se introducen en los jabalíes que son dieta obligada,
Obélix, vegetariano confeso y militante,
saliva y saca la lengua
ante un nuevo, y mal descongelado,
maldito jabalí,
el dichoso menú del día,
y mira que son ya días.
Ejércitos de maquilladoras,
equipos de siquiatras,
son siempre necesarios,
y se relevan sin fin,
y mira que son ya días,
y gestos, y gritos, y golpes, y menús,
en el gran plató de Blont-sur-le-mer.
¿y las tremendas y, como todo aquí,
repetidísimas disputas sobre los pescados?:
nadie lo duda, todos lo saben,
nada es fresco, todo ha muerto ya mil veces,
así que qué otra cosa pueden hacer con ellos,
si no pegarse,
si no tirárselos, los unos a los otros,
a la cara.
Encerrados en la maquinaria
los habitantes de la aldea
ya solo son, y ya por siempre,
los habitantes de la aldea.
Hubo un tiempo en que,
como en los tebeos,
trataron de rebelarse.
Crípticos mensajes de socorro,
extrañas y disimuladas llamadas de auxilio
trataban de pasar el filtro severo
de los entintadores, los coloreadores,
los guionistas, los rotulistas,
y llamar la atención y pedir la ayuda
de alguien ahí fuera.
No, de nada sirvió,
ninguno supimos verlo.
Allí mismo hubo protestas,
pancartas, carreras, intentos de huida,
quizá barricadas,
incluso tímidos conatos de lucha armada,
fácilmente reprimida,
y la posterior capitulación dejó solo sombras
que repiten acciones
en una histeria sin fisuras.
Los romanos ya se han ido.
Qué envidia, tuvieron su tiempo y se acabó.
pero no, aquí no, aquí nada acaba nunca.
Aquí nadie escapará nunca de esta aldea idílica,
nadie escapará nunca de esta repetición eterna de gestos actuados.
El tiempo no parece pasar
pero desde luego que pasa,
sí, claro que pasa,
el tiempo siempre pasa,
es lo único que hace, pasar.
No lo sabíais,
quizá aún no lo sabíais,
o quizá claro que lo sabéis:
Blont-sur-le-mer se ha extendido como una mancha
hasta ocuparlo todo,
quizá ya lo sabéis:
mucho más allá de los límites de la Galia,
el mundo entero es ahora una sucesión de Blonts-sur-le-mers
que lo ocupan todo.
Y nadie escapará nunca de esta aldea idílica,
de este infierno,
de esta repetición eterna de gestos actuados.
Mientras, amanece un nuevo día soleado,
y todo está tranquilo en la apacible aldea gala
donde habitan nuestros héroes.
Buenos días, Astérix, buenos días Obélix.
Y estamos en el año 2020 después de Jesucristo.
Y ya toda la Galia está ocupada por los romanos…
¿toda?
Sí. Toda.
Rosario de Charcas
Rosario, Rosario de Charcas te llaman,
porque tras las noches de lluvia,
asomas como una explosión
en los campos donde la ciudad se acaba,
en la tierra de nadie,
entre los primeros sembrados,
y las últimas casas.
En los solares te das,
entre basura, perros y ratas,
en los explanadas explotas,
ni un aviso nos traes,
ni un milagro desvelas,
ni un misterio desenmascaras,
solo tu reflejo azul en los charcos,
partidos, como rosarios de plata,
en las primeras luces de la mañana.
Rosario, Rosario de Charcas,
Rosario de Charcas te llaman.
Te digo lo que creo, Rosario,
ha de haber secretos ríos,
oscuros, subterráneos y fríos,
uniendo por abajo
cada uno de estos charcos sucios
que aquí, arriba, a la tierra
como bocas se abren,
¿no es así, Rosario?
charcos comunicantes, vasos comunicantes,
y tú, la guía, la única habitante olvidada,
te arrojas, con los brazos por delante,
en un charco negro, y abajo te vas,
en una fosa oscura y fría desapareces,
y, sí, de alguna manera,
entre ellos han de comunicarse,
porque mira, de aquel otro emerges,
como un gusano en una manzana
sales de uno y en otro charco apareces,
te digo lo que creo, Rosario,
todos estos charcos están comunicados
y tú, Rosario de Charcas,
eres su guía, su habitante olvidada,
sirena de barrio y descampado,
jugando en la hilera partida de los charcos
que forman este rosario de plata
en las primeras luces de la mañana.
Rosario, Rosario de Charcas,
Rosario de Charcas te llaman.
Cada vez somos más los que aquí nos plantamos,
los que a verte venimos,
tras las noches de lluvia,
en coches, en autobuses,
quizá a pie desde el último bar,
cada vez más los miembros
de esta muy absurda iglesia,
con nada mejor que hacer que atender y escuchar
la voz que nos llegó,
con la buena nueva de la niña Rosario,
hecha de charcos entera,
lo sabemos, dura un instante, no dura más,
hay que estar atento
para verte aparecida, fugaz,
mirándote en los charcos, reflejada,
los brazos en jarras y la falda estrecha,
casi dormida y ya a le espera
de tirarte a las aguas de cabeza,
apareciendo y desapareciendo en los charcos
que forman este rosario de plata
en las primeras luces de la mañana.
Rosario, Rosario de Charcas
Rosario de Charcas te llaman.